Destinado al alumno Agustín Olbinsky premiado en el concurso
de cuentos mapuches y al curso 2° Año "C" del L.A.M. quienes en grupo reelaboraron el cuento compitiendo en la instancia final en la filmación de su producción literaria con las otras divisiones de 2° Año.
El reconocimiento para el primer premio lleva el nombre de: "Premio Namuncurá", en recuerdo de: El cacique Namuncurá, quién se
constituyó en un referente por valores y capacidades sociales, que desarrolló
en su tiempo.
Su padre, muere con casi 100 años y tomará el mando su hijo: NAMUNCURÁ, que significa “Pie de
Piedra”.[1]
Juró lealtad y cumplimiento a la Constitución Argentina de 1853. [3]
Peleó contra las tropas del Ejército Argentino comandadas por Julio
Roca en la campaña del Desierto. [4]
En 1884 visitó Bs As e impresionó al gobierno argentino por su
sencillez y grandeza.
En 1886, nació su hijo Ceferino Namuncurá beatificado por la iglesia
católica.
De su desempeño resaltan los
valores de lealtad, sencillez, franqueza, respeto por la cultura propia y
vecina y capacidad de integración.
Por esta puesta de valores, que favorecieron en su tiempo una
convivencia de mayor tranquilidad, se propuso este nombre, en la convicción de
generar en los y las alumnas de 2do año, un mayor estimulo en la afirmación de
estos valores, rescatando de la historia, relatos y acciones que confirman cómo
es posible generar buen ambiente social, a pesar de las diferencias de
cualquier orden: de idioma, religiosas, culturales y organización comunitaria.
A continuación, agregamos el texto del cuento ganador en dicho Concurso literario sobre Cuentos Mapuches.
La
brisa del viento zonda se deslizó por mi cara como una caricia, me desperté,
era muy temprano. Me levanté y vi a mi mamá con sus largas trenzas que estaba
tejiendo. Nos hacía unos hermosos abrigos para mis hermanos y para mí, yo soy
el mayor de cinco.
Estaba
muy contento porque mi papá me iba a enseñar muchas cosas. Él es muy valiente,
le encanta cazar. Me preparé y salimos caminando por las extensas planicies de
la Patagonia. Me enseñó a usar las boleadoras, me golpeé un par de veces, pero
estaba muy entusiasmado y lo hice con muchas ganas. Me dijo que aprendí muy rápido, y que debía
conocer esto que era parte de nuestra historia. Seguimos caminando y hablando. En
un momento, a lo lejos divisamos un guanaco, nos agachamos y nos fuimos
acercando muy lentamente, en contra del viento, mi papá dijo que era para que
no se nos escape. Cuando ya estábamos a pocos metros, mi corazón latía fuerte,
estaba un poco asustado, pero no le dije nada. Por detrás le lanzó las
boleadoras y lo derribó. Me dijo que lo ayudara, y entre los dos lo atrapamos,
estaba muy orgulloso de mí. Cuando regresábamos, me contó que había un lugar
que le llaman escuela, donde hay una señorita que le dicen maestra, y enseña muchas
cosas para que los chicos puedan tener un futuro mejor. Aunque no entendí mucho
lo que me decía, él estaba muy feliz por mí, y quería que fuera a ese lugar.
Llegó el día. Me vestí con el abrigo
nuevo que hizo mi mamá, con lana de guanaco, estaba muy ansioso de conocer esos
chicos, contar mi vida, escuchar sus historias y aprender para ser grande.
Luego de viajar por casi dos horas a caballo, llegamos a una casa muy linda, mi
papá me dijo que esa era la escuela. Entré y todos estaban sentados, una señora
parada adelante, me miró y les dijo: ”- chicos, él es Nehuén, su nuevo
compañero”, se dieron vuelta, yo me sonreí, y algunos empezaron a reírse, la
maestra los regañó. Me senté en un rincón, todos me miraban raro. La maestra
hablaba, algo en mapuche y algo en una lengua que no entendí. Le pregunté a un
niño que estaba detrás, como se llamaba, no me respondió y giró su mirada.
Cuando salimos, hablaban entre ellos, me miraban y se reían, creo que era por
el abrigo que hizo mi madre. Me sentí muy triste. Mi papá me estaba esperando,
fui corriendo hacia él, le dije que quería ser cazador, y nunca más quería
volver a ese lugar, él me miró, se le cayó una lágrima, y no me habló en todo
el camino.
Los días siguientes, sólo se dirigía
a mí para llevarme a la escuela. Esos niños no entendían mi lengua, se seguían
riendo de mí. No quería ese lugar, no entendía por qué mi padre me obligaba a
ir, odiaba ser mapuche. Un día, la maestra, que se llamaba Ayelén, se acercó,
me ofreció una galleta y habló en mi lengua. Me contó que su familia también
era mapuche, pero que hace unos años se habían mudado al pueblo, y había
aprendido a hablar en español. Me dijo que no me tenía que dar vergüenza pertenecer
a un pueblo originario, que éramos muy fuertes y valientes. Me hizo entender
que mi papá quería lo mejor, para que, en nombre de nuestro pueblo, podamos
defendernos y que la sociedad nos respete, por eso era importante que vaya a la
escuela. A partir de ese día, fui con confianza y valor, y solo me interesaba
aprender para crecer, sin importarme las burlas de los otros niños.
Una mañana, entró Pedro, un
compañero, corriendo y gritando: “-¡Un jaguar, un jaguar!” , todos se
alborotaron dentro del salón. Mientras Ayelén trataba de calmarlos, salí y
observé los ojos del felino, pero algo no estaba bien. Me agaché y fui
acercándome lentamente, recordé las enseñanzas de mi padre. Era un cachorro
herido, estaba muy débil, le inmovilicé las patas con mis boleadoras, pero el cachorro
estaba muriendo. Regresé a la escuela y estaban todos mirándome por las
ventanas, cuando entré me aplaudieron y dijeron que fui muy valiente. Le conté
lo ocurrido a la maestra, le dije que necesitaba hojas de arrayán, que ayudaría
a sanar las heridas. Cuando mi padre me buscó, le narré muy exaltado todo lo
ocurrido, se sonrió, fuimos hasta el jaguar, que ya se encontraba mucho mejor.
Me felicitó y dijo que sin mi ayuda el felino no hubiera sobrevivido. Lo
alejamos de la escuela.
Estaba muy feliz y orgulloso de ser
mapuche. Desde ese día todos querían ser mis amigos y que les enseñara tradiciones
de mis ancestros. Mi padre dijo que le hice honor a nuestro pueblo, y a mi
nombre, que significa “fuerte”.